AlcaláDigital
30 de noviembre de 2015

 


Hiperpaternidad o miedo a los hijos
 
     
 
 
 
 
     

 
 

Ante mi dificultad para decidir rápidamente si reaccionar con indignación o con ira opté por abortar mi respuesta, echar la vista hacia arriba y cerrar tras de mí nuevamente la puerta. La falta de límites no sólo se consiente sino que se siembra ya desde pequeños... Muchas veces debo pedir a los jovencitos que apaguen sus gatgets antes de entrar o custodiarlos mientras dura la visita. "Son niños" suelen espetar los acompañantes para redimirles. Todo parece valer y todo les está permitido en virtud de su condición. Aburrirse parece pecado... Guardar silencio durante la espera o las formas en el trato personal es una entelequia.

Ya dentro del despacho debo pedir que se levanten para ceder la silla a la madre, o la abuela, que a veces asienten, pero otras sonríen con resistencia a ocupar el trono del pequeño príncipe, con sorpresa pero con intranquilidad por si éste se siente molestado.

¿Qué es la hiperpaternidad?

La hiperpaternidad es un modelo de crianza con estrategias comunes. Como se desprende de la anécdota anterior, que no es para nada anecdótica sino corriente e ilustradora, la más representativa de ellas es la sobreprotección: para que no incurran en riesgos necesarios, no tomen decisiones responsables y no tengan que escoger cómo entretenerse, de manera que no puedan jamás gozar del tiempo para aburrirse a sus anchas. Después les darán un montón de explicaciones delante de todos para confirmar que conocen las reglas de educación y no dudaran en repetirlas cuantas veces sea necesario, sin importar la atención prestada, para acabar negociando una salida, que está perdida de antemano.

No tolerarán que otros adultos sean algo más férreos que ellos con sus propios benjamines, aunque las consecuencias de sus actos recaigan sobre terceros.

En la escuela, las bajas puntuaciones en las evaluaciones se interpretarán como un excesivo nivel de exigencia, les ayudarán con los deberes, les preguntarán la lección aun cuando no se la sepan, les cerrarán la cremallera de la mochila y se la colgaran al hombro (el propio) en lugar de dar pequeñas consignas para no cargar todos los días con todo.

¿A qué se debe? ¿Cómo surge?

Cuando se pierde el instinto y se teme por no estar suficiente tiempo a su lado, aparece el exceso de control, pero a distancia. Esta superprotección asfixia, y coarta la gestación de responsabilidad y de la necesaria autonomía para crecer y madurar adecuadamente. Los niños aceptan primero con perplejidad y luego con crecida exigencia hasta volverse déspotas con sus cuidadores (quiero agua, ¡pélame una mandarina!) Esta tiranía embalsama su joven empatía y tendrán verdaderas dificultades para tolerar la frustración, por pequeña que sea. Puesto que no se ven en la necesidad de afrontar nuevos retos, sin ayuda, cualquier novedad les infunde temor. Los niños con miedos a dormir solos, a doblar la esquina, a preguntar al camarero donde está el baño.... se amontonan primero en las consultas del pediatra y luego engordan las agendas de los psicólogos. Se asume con orgullo que el niño prefiere dormir en su propia casa que quedarse a terminar el trabajo en casa del compañero, que pospone un año su inscripción a las colonias porque prefiere no separarse tantos días de los suyos. Este exceso de celo pasará factura en la adolescencia porque los miedos impiden enfrentarse a la vida y conocerse a uno mismo, a saberse de qué es capaz...

Ser padre hoy en día es difícil, porque la continuidad que ofrecían los roles familiares se ha roto. El niño ya no ve a su abuelo ejercer de padre con el suyo propio y ya no ve a su padre ejercer de hijo con el abuelo. Hoy día todos, padres, abuelos, tíos... son súbditos de esta preciada estirpe que son los hijos, un bien escaso que nos llega tarde, a veces tras un sendero de dificultades emocionales y orgánicas, para el que nos preparamos de recursos materiales y formación teórica pero que nos pilla en volandas cuando aparece el primer desafío de alguien que se siente querido por encima del bien y del mal. El confort se ha convertido en un derecho adquirido y su abuso en el estilo de vida imperante. La estimulación constante, las prisas, la abundancia de todo, propician este modelo de educación supervisada desde lejos, donde todas las iniciativas y todos los movimientos del niño son monitorizados a tenor de su inexperiencia para evitar cualquier esfuerzo, o quizás una dificultad que ponga a prueba su autonomía. Este comando a distancia bloquea la toma de decisiones coherentes y consecuentes y retarda la maduración de una consciencia propia y del entorno, mutilando así cualquier brote de responsabilidad, que es un valor de primera línea en la educación.

Los niños reciben un doble mensaje. Se les pide que crezcan y se comporten de acuerdo a su edad biológica pero se les continua ofreciendo el biberón cuando ya han desarrollado su habilidad para asir una taza, se les calla con un chupete en la boca cuando solicitan insistentemente atención en lugar de aprender a esperar el turno o se les empuja sobre su sillita cuando ya corretean por el parque. Se les monda una manzana cuando podrían mordisquearla o pelar por su cuenta un plátano. Cuando el niño está preparado para desarrollar una habilidad y no se ejecuta, la maduración psíquica se resiente. En realidad se le trata como si no fuera capaz de ello, y el niño retrocede, se infantiliza. Pero al mismo tiempo, se le pide opinión sobre la ropa, o sobre el menú de la cena. Incluso el concepto de la lactancia a demanda se ha desvirtuado para dejar de evocar una necesaria flexibilidad para colocar las riendas horarias en manos del bebé. Más adelante incluso se hará respetar cuando se niegue a morder aquello que con insistencia ofrece la madre aún a sabiendas de la velocidad con que engulle los chips o las olivas, y la familia entera acabará por comer croquetas y macarrones los domingos... Ya en la adolescencia les animamos a que adquieran más competencias a edades tempranas, que estudien inglés, dominen la oratoria o lo último en tecnología, pero se descuidan las tareas básicas, las responsabilidades personales de la vida cotidiana (pon la mesa o el lavavajillas, encarga tus libros o recoge lo que olvidaste en casa de tu amigo). Esta estridente contradicción entre los valores y las prácticas para promover su independencia resulta paradójica y terriblemente perversa para ellos. Se teme por su autoestima cuando lo que está en riesgo es la propia de los padres, que luego lloran desangelados cuando el chaval regresa del otro lado del océano, tras agotar sus ahorrillos y los nuestros, quejándose de la comida y de la disciplina horaria que ha "padecido" para jurar que jamás allá volverá.

 La figura de la autoridad materna o paterna se sustituye por la del chófer, el cocinero, el tutor, el canguro... Hablamos de la "educación a demanda". Comen lo que quieren, a deshoras, y no lo que se debe sino lo que piden o lo que toman. Duermen cuando se cansan de llorar en brazos y luego pasan a la cama de los padres, si caben todos y si no desplazan a alguno de ellos que acaba durmiendo en el sofá. Se visten con lo que prefieren, lloran por las galletas, por los zapatos y por nada... Y todo para evitar decirles "no". ¿Cómo van a entender que deben ir al baño antes de entrar en clase, o que no se puede dejar sonar el móvil en un aula o en la consulta del médico...?

¿Qué podemos hacer?

Los límites deben marcarse desde el primer día. Los padres deben consensuar una pauta de crianza y ejercitarla con responsabilidad y seguridad evitará que derive en conflictos. Por su parte, el bebé, y luego el niño, pronto comprenden y asumen que el amor no es la permisividad. Unos y otros acaban por aprender que madurar significa superar pequeños duelos, dejar lo conseguido y pasar a afrontar los retos de la siguiente. Educar es dirigir, encaminar, desarrollar habilidades, cortesía, valores familiares, ciudadanía y para ello se cuenta, además de con el afecto, con la autoridad, que es el respeto que se otorga al que más sabe. Es el padre o la madre los que saben el mejor desayuno para hacerle crecer (¡o deberán aprenderlo!) o la mejor hora y lugar para acostarle.

Está totalmente demostrado que la falta de autoridad, de contención, provoca frustración y desconcierto, sensación de abandono. Al final todos buscan una autoridad externa que ponga orden y se le pide al médico que explique al niño que no vaya descalzo, que no debe tomar chucherías o que debe lavarse los dientes...

Los niños crecen solos pero no se educan solos, necesitan adultos responsables y coherentes que dediquen su presencia y no solo su atención, para que los niños puedan aprender de lo que ven y no solo de lo que se les dice. Solo así comprenden que existen derechos y deberes, que a los actos les siguen las consecuencias y que su cooperación y su esfuerzo son indispensables para hacer de ellos adultos competentes y autónomos, tolerantes y empáticos. La felicidad, a mi entender, se ha sobreestimado. Y lo que podríamos hacer los adultos es enseñar a los pequeños a amar lo que hacemos, y no solamente a hacer lo que queremos. Quizás conseguiremos que nos sintamos todos un poco mejor.

 

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